Una escuela sin exigencia desafía el propio concepto de escuela
El alumno no es una víctima de un sistema que debamos proteger. Al contrario, es un sujeto que necesita de toda la preparación posible para enfrentarse a un mundo ultra competitivo. De tanta “protección” al alumno se lo está dejando solo
Todos sabemos que la pandemia ha generado una crisis sin precedentes en la educación. No sólo profundizó las desigualdades y dejó a miles de alumnos en el camino de su formación, sino que además hoy nos encontramos con alumnos muy atrasados y con graves problemas de aprendizaje. Hasta ahí la foto que todos conocemos.
En estos días se vieron esfuerzos por parte de diferentes provincias de “alivianar” el peso de la acreditación de saberes en los chicos: desde la posibilidad de pasar de años con muchas materias previas, la no calificación con menos de cuatro y hasta la erradicación permanente del boletín de calificaciones. Y si bien muchas de estas medidas dieron marcha atrás, no dejan de mostrar hacia dónde se está mirando.
Por un lado, tenemos a miles de chicos que no pudieron aprender en pandemia con las consecuencias lógicas que vemos hoy. No es que dejaron de aprender porque no querían aprender, sino porque no estuvieron dadas las condiciones para hacerlo (falta de conectividad, falta de estímulo, poca iniciativa por parte de la escuela, falta de autonomía por parte de los chicos, en otros casos falta de interés, de no encontrarle sentido, etc, lo que ya sabemos). Justificado o no, esa es la realidad. ¿Se podría haber hecho mejor? Seguramente, pero con el diario del lunes, el panorama siempre se ve mejor.
Ahora, en esta catástrofe educativa, ¿será la mejor alternativa bajar aún más las expectativas de aprendizaje? ¿Realmente es sensato pensar que a menor exigencia conseguiremos mejores resultados? ¿Qué mensaje les estamos dando a los alumnos si cada vez todo es más fácil para ellos? ¿No será justamente al revés el mensaje que debemos dar? Después de una crisis, en la que el bote se dio vuelta, todos debemos hacer un relevamiento de la situación para ver dónde estamos, ver hacia dónde vamos, armar una nueva estrategia, rearmarnos, sacar fuerzas, y avanzar.
Pareciera que hoy se trata al alumno como si fuese una víctima y hubiese que protegerlo, recubrirlo de algodones para que no se golpee. ¿De qué hay que protegerlo? ¡Bienvenidos a la vida misma! El alumno no es una víctima de un sistema que debamos proteger. Al contrario, es un sujeto que necesita de toda la preparación posible para enfrentarse a un mundo ultra competitivo. De tanta “protección” al alumno se lo está dejando solo.
Y además le mentimos: le hacemos creer que lo estamos preparando y formando para su mejor futuro y, cuando llega el momento de la inserción laboral o de iniciar sus estudios superiores, ¡sorpresa!, no está preparado y lo dejamos solo de nuevo.
En vez de sobreproteger, algo que no prepara a los alumnos para la vida, debemos identificar qué alumnos tienen problemas, acompañarlos, personalizar su educación, involucrar a su familia y estimularlos. Alivianarles la carga es pan para hoy pero hambre para mañana. Todos necesitamos desarrollar la resiliencia, el manejo de la frustración, el esfuerzo y la perseverancia para avanzar en la vida. Más que sacarles las piedras del camino, debemos enseñarles a los alumnos qué hacer cuando pisan una piedra. Esto es, enseñarles a ver sus errores de manera racional y no emocional, enseñarles a capitalizar sus errores y seguir adelante. Si no, serán adultos sin perseverancia y no creerán en sus habilidades de esforzarse para tener éxito.
Angela Duckworth, psicóloga de la Universidad de Pensilvania, acuñó el término grit para referirse a una combinación de esfuerzo y perseverancia que hace que sigamos esforzándonos aun cuando deseamos renunciar a lo que estamos haciendo. La ciencia nos revela que las personas que desarrollan grit (sin traducción hasta el momento al español) tienen más chances de lograr sus objetivos.
Reflexionemos acerca de gente que se destaca o se ha destacado. Seguramente se distinguen por su talento, su pasión y su dedicación por lo que hacen o hacían. Pero también se destacan por la manera en que identifican, enfrentan y manejan los obstáculos y desafíos. Todos en algún momento hemos fracasado o cometido errores. Lo que nos diferencia a unos de otros es cómo hemos actuado frente a estos errores y si los hemos podido capitalizar o nos han impedido avanzar. Esforzarse, perseverar y desarrollar una resiliencia emocional es más importante que el éxito o el fracaso en sí.
Para que nuestros alumnos tengan una vida satisfactoria, más que sacar a la exigencia de la ecuación, necesitamos ayudarlos a establecer metas y un plan de acción. Y aun frente a un fracaso, necesitamos enseñarles a capitalizar esa situación para fortalecerse. El crecimiento que acompaña el fracaso puede ser más importante que el éxito en sí. Debemos capitalizar estas instancias de aprendizaje que serán, sin duda, lecciones muy importantes para la vida adulta. Cuando logramos realizar las cosas de la mejor manera posible, poniendo absolutamente todo lo que estaba a nuestro alcance, obtenemos éxito más allá del éxito. El éxito real no está en ganar o perder, sino en esforzarse al máximo, aunque las cosas no hayan salido como esperábamos. Esta es la diferencia, tal vez, entre la perfección y la excelencia. No buscamos la perfección, pero sí que cada alumno dé lo mejor de sí. Debemos enseñarles a nuestros alumnos a amar los desafíos y a sentirse cómodos con el esfuerzo.
Los estudios afirman que todos podemos llegar a nuestro mayor potencial. Lo triste es que la escuela, con medidas proteccionistas, no colabora para que los chicos vean que, a través del esfuerzo y la perseverancia, pueden lograr mejoras notables y alcanzar sus objetivos de vida.
En vez de facilitarles el avanzar sin haber aprendido, tendríamos que poner foco en ayudarlos a aprender y en enseñarles a hacerse cargo del oficio de ser alumno: esto es, compromiso, responsabilidad, autonomía, etc. Algo tan prioritario y vital, como difícil, teniendo en cuenta que se fue perdiendo el amor por el aprender, la curiosidad, el respeto al docente, el respeto a la escuela, el valor de los estudios, la autodisciplina, y las ganas de superación.
Para la escuela, medidas pedagógicas tendientes a agotar todas las instancias para vincular y revincular a los alumnos, involucrarlos cognitiva y emocionalmente con clases interesantes y significativas, recuperar y acelerar los aprendizajes, acompañarlos en sus trayectorias, personalizar la educación (¿cómo seguir enseñando de manera homogénea en aulas tan heterogéneas?), ajustes curriculares, proyectos interdisciplinarios que permitan un abordaje integrado de los aprendizajes, tutorías, escuelas de verano/invierno, incorporar instancias de evaluación formativa bien aplicada, apoyo socioemocional, etc.
Y las familias, asumiendo el rol de guía, acompañando, incentivando, y por supuesto, exigiendo la mejor de sus hijos. Son dos caras de la misma moneda: incondicionalidad en el amor, pero espera del mejor despliegue. ¿Qué sería de los chicos si nada se esperara de ellos? Es también un acto de amor pedir que cada uno dé lo mejor de sí.
El debate de hoy no debe ser notas sí o notas no, repitencia sí o no (entendiendo que la repitencia no resuelve los problemas de aprendizaje). El tema que nos urge es repensar las pedagogías que hoy amplían y reproducen desigualdades. El objetivo primordial es el de transformar la matriz didáctica de la escuela. Y esto no puede esperar.
@infobae