Prohibido aplazar, festival de previas, pase automático: la demagogia que destruye la escuela
Año a año y desde hace décadas, se degrada el estatus que habilita la escucha atenta del profesor por los alumnos. El propio ministro Perczyk cuestiona el rol de maestro: “La educación tradicional dice que los profesores sabemos algo que los chicos no saben...”
“¿A qué niños dejaremos el mundo?”, se preguntaba el filósofo francés Alain Finkielkraut, reformulando, al constatar la crisis de la educación, la clásica pregunta que suelen hacerse los adultos acerca del mundo que les dejarán a sus hijos.
“En otros tiempos reinaba la disciplina, en su doble acepción, represión de las faltas al orden y enseñanza especializada; hoy se terminó, la escuela no es más el sitio de las disciplinas (materias) ni de la disciplina”, denunciaba por su parte el sociólogo Alain Touraine, hace unos años, cuando se debatía una nueva ley de educación en Francia.
Ambos fenómenos -fin de la disciplina y de las materias- también se dan en nuestro país, acentuados ahora por la moda de evaluar y promocionar por áreas y no por materias, habilitando el pase de un año a otro con hasta 6 ó 7 previas, lo que equivale a falsear el sentido mismo de la promoción a un nivel superior.
La Nación y las provincias argentinas rivalizan en estos días en la oferta de facilidades extendidas en todos los niveles educativos para disimular el no aprendizaje y dar por adquiridos conocimientos que no han sido incorporados por los alumnos. El resultado es una titulación viciada, una estafa generalizada y, en palabras de la especialista Ana María Borzone, la “desigualdad a futuro”.
Según la concepción que inspira estas medidas, el maestro que enseña es una especie de opresor, y la escuela es un lugar de socialización, de vida en común, de contención, pero ya no de transmisión vertical de saberes.
La escuela no es más el sitio de las disciplinas (materias) ni de la disciplina (Alain Touraine)
El ministro de Educación, Jaime Perczyk, es un vocero entusiasta de esa concepción: “Existe una idea educativa predominante y es que las y los (sic) estudiantes no saben, y uno tiene que transmitirles un conocimiento de origen cultural. Lo que está sucediendo es que es un momento en que las chicas y los chicos saben un montón”. Otra perla: “La educación históricamente tradicional dice que los profesores sabemos algo que los chicos no saben y se lo tenemos que enseñar”. ¿Y no es así?, preguntaría cualquiera desde el sentido común. Generoso, concede sin embargo que “también los docentes son necesarios en la transmisión de valores”.
Los docentes no son necesarios, son imprescindibles, y su rol primario y esencial no es la transmisión de valores, frase hecha que suena bonita, sino de saberes, de conocimiento.
El facilismo educativo, cuyo objetivo declamado es reducir en la escuela las desigualdades sociales, no sólo no las reduce sino que las profundiza porque promueve una “pedagogía de la lástima”, como denuncia la profesora María Cristina Gómez. En nombre del derecho a la inclusión se priva del derecho a aprender a los chicos que más lo necesitan.
En un libro titulado La querelle de l’école (”La controversia de la escuela”, Folio, Gallimard, 2009), el citado Finkielkraut recogió una serie de entrevistas y debates sobre un tema que lo desvela, porque en la crisis de la educación ve reflejada otra más honda: la de la cohesión de la sociedad.
En la Francia de hoy el diagnóstico es similar al de Argentina. Un alto porcentaje de alumnos llega a los últimos años de secundaria con un manejo muy deficiente de la lengua escrita, con confusiones en la expresión oral y faltos de referencias culturales. Son jóvenes que han pasado al menos una década en la escuela pero han aprendido muy poco.
En Argentina, la escolaridad obligatoria se ha extendido a 14 años (2 de preescolar, 7 de primaria y 5 de secundaria), pero, como señaló Romina De Luca en charla con Infobae, “se convirtió a la escuela en una caja vacía por la que se pasa sin aprender”.
Bruno Mattéï, uno de los inspiradores de la política demagógica que en Francia “democratizó” la escuela poniendo al niño en el centro del sistema, afirma que “calificar lleva necesariamente a excluir”. Mattéï cuestiona lo que según él es “encarar el aprendizaje en términos de competencia” porque “sólo hay ganadores si hay perdedores”.
El delirio pedagogista sostiene que “calificar lleva necesariamente a excluir”
El absurdo de este planteo salta a la vista y sin embargo hemos llegado al punto de eliminar las calificaciones con ese argumento. ¿Un alumno que aprende algo, lo aprende en detrimento de otro? Evidentemente no, porque el conocimiento no es una torta limitada que no alcanza para todos. Pero lo que se tolera, fomenta y elogia en el deporte, en la música o en la actuación, es decir, la disciplina, el esfuerzo, el entrenamiento, la competencia y el talento, ¿es inaceptable en la escuela?
En esta concepción, toda competencia es fruto del espíritu capitalista salvaje. Poner una nota es excluir, discriminar.
“¿El espíritu de la democracia exige terminar con la desigualdad de talentos?”, se interroga Finkielkraut. La pregunta parece descabellada pero la concepción que reina hoy en la escuela es que si un niño no aprende, nunca la responsabilidad es suya. Si no aprende no es porque no estudia ni se esfuerza, es porque la escuela no lo motiva, lo aburre o no tiene en cuenta sus circunstancias atenuantes. Esos factores pueden incidir, desde ya, pero hoy la balanza se inclina excluyentemente hacia un lado y eso descalifica la exigencia por parte del docente.
No hay duda de que el contexto social debe ser considerado, pero no para regalar falsas certificaciones, adelgazar contenidos o flexibilizar criterios de promoción. Por el contrario, es al niño socialmente más desfavorecido al que más hay que dedicarle tiempo, esfuerzo y exigencia, porque una educación de calidad es la única chance que tendrá de armarse para el futuro. En cambio, asistimos a un deliberado no enseñar, un contentarse con hacer compasión, animación y amor, en el estilo de la “pedagogía del afecto” (sic) que promueven algunos asesores de las autoridades educativas argentinas. Un afecto mal entendido. Tener a los chicos ocupados no es lo mismo que ocuparse de ellos. Y no ocuparse de ellos, no exigirles, es menoscabarlos, subestimarlos, dar por sentado que no podrán con la tarea. Nuevamente, no es inclusión, es lástima.
Hoy en la escuela solo se habla de tolerancia y diversidad. La cultura escolar, sus normas, su funcionamiento y su rol central, enseñar, serían algo opresivo para unos y humillante para otros, especialmente para los alumnos de medios sociales desfavorecidos, según la concepción de esta pedagogía falsamente caritativa. El mecanismo que se adopta entonces es el del seguidismo; en vez de elevar a los niños a la cultura, en vez de ponerlos en capacidad de adueñarse de la herencia cultural a la cual tienen derecho por ser parte de la humanidad, la escuela desciende a su nivel.
Recientemente causaron sensación algunas provincias por medidas educativas escandalosas. En Formosa, los alumnos de nivel secundario podrán pasar de año con hasta 19 materias pendientes de aprobación (las 13 del año 2020, tres de ciclos lectivos anteriores y tres previas más del 2021). En Río Negro se anunció que en la primaria ya no habría boletín de calificaciones con notas numéricas sino una “apreciación de la trayectoria escolar”. Ante el escándalo, suspendieron la medida. De momento.
También el Gobierno de Entre Ríos dio marcha atrás con una decisión similar: se había lucido en este jolgorio prohibiendo calificar con menos de 4 a los estudiantes secundarios...
Estas disposiciones impactan por lo desenfadadas. Pero sotto voce, con menos explicitación pero con la misma carga demagógica, se presiona a los docentes para que faciliten al extremo las promociones y exijan lo menos posible a los alumnos.
La circular de la Dirección General de Educación de la provincia de Buenos Aires (DGCyE) con instrucciones a los docentes para la elaboración del Primer Informe de Avance (evaluación trimestral) no tiene desperdicio. Son 9 páginas en jerga rebuscada para maquillar el mensaje de que, en lo posible, no hay que calificar.
“La evaluación de los aprendizajes -dicen- es una práctica social construida y, por tanto, posible de ser modificada”. Para el deconstructivismo imperante, todo lo “construido” es sospechoso o directamente malo…
“Diversos sujetos se entraman en esta relación (el proceso de evaluación), principalmente docentes y estudiantes, pero también las familias y la sociedad en su conjunto”. ¿En serio??? ¿Qué tiene que ver la sociedad en esto? ¿Los padres?
“Los modos de pensar la evaluación se basan en posicionamientos y paradigmas pedagógicos, concepciones de enseñanza y de aprendizajes, condiciones de trabajo docente, dinámicas institucionales, entre otros aspectos, que se visibilizan en las actividades que se desarrollan en el aula, entre ellas, las prácticas evaluativas”. Palabrerío para apuntar al objetivo real del documento: evitar aplazos y repitencias.
“La evaluación es una parte constitutiva del proyecto de enseñanza [obviedad] y, como tal, tiene que permitirle al/a docente evaluar cómo está enseñando y de qué modo sus decisiones contribuyen a fortalecer el aprendizaje de sus estudiantes”; frase que revela que el evaluado o, mejor dicho, el vigilado es en realidad el profesor.
Evaluar tiene consecuencias éticas, advierte la Dirección General de Educación bonaerense... a buen entendedor...
Si alguien creyó que evaluar era verificar la adquisición de conocimientos, ya puede ir desengañándose. Para las autoridades educativas bonaerenses, “la evaluación es siempre un juicio de valor sobre el objeto evaluado, que se hace en base a ciertas preferencias (valores) que se establecen como criterios y se configuran en modos de mirar”, y en la que “la subjetividad siempre está en juego”. Más descalificación del docente no se consigue.
“Sabemos -advierten- que la información que brindamos con esa nota, con esa corrección, tiene consecuencias éticas (sic), personales y sociales que inciden en la continuidad de las trayectorias de las y los estudiantes”. A buen entendedor... poner una baja nota es anti ético, inmoral. Un reprobado es una violación a los derechos del alumno.
Según una administración que vive maquillando la realidad con cifras engañosas, la evaluación debería proveer datos fundamentales. “(Es) sustantiva para la toma de decisiones”: gran verdad, pero se condiciona tanto el proceso de evaluación que el resultado que arroja no es significativo ni permite tomar decisiones, contra lo que afirma la DGCyE.
“En general, la evaluación se asocia con las pruebas y las calificaciones”, sigue diciendo la circular. ¿Con qué otra cosa asociarla? “La calificación numérica en la escala del 1 al 10″, lleva a los pedagogos de la DGCyE a preguntarse “cuánta información expresa el número en sí mismo” que para ellos “es poca e insuficiente para conocer procesos complejos...” Se pretende entonces que profesores que tienen 40 alumnos por curso y con frecuencia acumulan varias divisiones escriban una monografía sobre cada uno. ¿No es la aritmética mucho menos subjetiva que este engendro que proponen? ¿Quién no conoce y entiende la escala del 1 al 10?
Siguen varios párrafos más de sarasa, para finalmente decirles a los profesores cómo redactar sus informes. “Esta escritura está dirigida a las y los (sic) estudiantes y es fundamental ser muy cuidadosos al formularlas, aportando a la mejora y evitando las valoraciones negativas o punitivas que no ayudan a avanzar”.
Están advertidos: no se le puede decir a un alumno que no aprobó, que no estudió, que no se esforzó. ¿Desde cuándo el señalamiento de errores, equivocaciones o fallos no le sirve a una persona para avanzar? Exigir no es discriminar ni violentar. Todo docente sabe que es posible corregir sin ofender ni humillar.
Hay que conservar el sentido de la exigencia, pero de una exigencia que no sea despectiva. Una exigencia excesiva es signo de desprecio, pero la complacencia también lo es (Catherine Henri)
En otro debate promovido por Finkielkraut, Catherine Henri, profesora de francés en un liceo, dijo: “Una complacencia (hacia los chicos) de parte nuestra traduciría la búsqueda de connivencia, que me parece contraproducente y moralmente odioso al mismo tiempo. Hay que conservar el sentido de la exigencia, pero de una exigencia que no sea despectiva. Una exigencia excesiva es signo de desprecio, pero la complacencia también lo es.”
“Cuando yo elegí la docencia -dice Finkielkraut-, el profesionalismo del profesor era una cualidad intelectual y no psicológica. No se le pedía, para ser eficaz, que fuese un tipo ‘simpático’ (..) sino que conociera muy bien su materia. La autoridad pedagógica no era considerada como ‘violencia simbólica’ y derivaba del conocimiento”.
En cambio, toda la circular de la DGCyE es una falta de respeto al maestro, con sus veladas advertencias acerca del crimen que pueden llegar a cometer al calificar, con un lenguaje aniñado, impropio para dirigirse a profesionales de la educación.
El informe, dice la DGCyE, debe empezar “con una valoración positiva de lo logrado e incluir lo que falta como parte de un proceso a continuar”. Por si no bastara, ¡les dan ejemplos! “Paula: Tus tareas y producciones suelen estar completas y generalmente evidencian muy buena comprensión y resolución de lo solicitado…” bla, bla. O: “Facundo: …si bien algunas de las tareas presentaron inconvenientes en su resolución, pudiste responder a las orientaciones y realizar las correcciones necesarias”.
Pasemos por alto el detalle del lenguaje seudo inclusivo cuyas reglas evidentemente ni ellos mismos conocen pues una vez escriben “las y los” y en otra “las/os” o “la/el”, al estilo formulario de documentación.
En La querella... se cita también a Eric Maurin, un pedagogo que sugirió que la escuela debía ser “menos selectiva, generar menos ansiedad, con programas menos pesados y más concretos”, como forma de atemperar la brecha social. Una escuela sin obligaciones ni sanciones. Una escuela sin enseñanza.
En eso trabajan en la Argentina las autoridades educativas. Y no es nuevo ni privativo de la actual gestión aunque ésta se esfuerza por ganarse el podio.
Para los demagogos de la educación, el derecho a ir a la escuela es el derecho a aprobar
Bruno Mattéï sintetiza muy bien esta concepción buenista: “Está el derecho de ir a la escuela primero, pero (está) también el derecho a salir sin sentirse desvalorizado después de que se haya pronunciado el veredicto institucional de su impotencia, de su incapacidad”. La palabra “veredicto” estigmatiza de por sí la evaluación. Según Mattéï, la inclusión es incompatible con la competencia porque ésta implica exclusión de unos por otros…
El resultado es que no se recompensan los logros y se engaña a los alumnos haciéndoles creer que se puede aprender sin esfuerzo, sin sistema, sin constancia. El derecho a ir a la escuela se convierte en derecho a aprobar. El fracaso está prohibido y debe sí o sí disimularse.
Para ello se aligera en extremo la carga sobre los estudiantes y la escuela que se autoproclama inclusiva termina haciendo el juego al liberalismo que dice combatir porque arroja a los chicos al mundo sin una preparación que les permita superar los obstáculos que inexorablemente habrá en su camino.
Otro leit motiv de la pedagogía actual es que la escuela debe enseñar valores. Pero la escuela debe en primer término enseñar saberes. Los valores en la escuela deben estar subordinados al conocimiento. Hoy el eje discursivo es la tolerancia, la diversidad, la convivencia, como si todo ello no fuese el resultado del aprendizaje. En el fondo, se ha perdido la fe en el poder emancipador del conocimiento. Es la apropiación de la cultura lo que lleva al niño a la autonomía, a la adultez y también a la fraternidad con los demás a través del conocimiento compartido.